Si a la medianoche escuchas que las estrellas susurran tu nombre estas en la compañia

Princeps Atramenti

miércoles, 29 de enero de 2014

Calle melancolía

Como quien viaja a lomos de una yegua sombría,
por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día,
y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden.
Las chimeneas vierten su vómito de humo
a un cielo cada vez más lejano y más alto.
Por las paredes ocres se desparrama el zumo
de una fruta de sangre crecida en el asfalto.

Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silvar mi melodía.

Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido,
que viene de la noche y va a ninguna parte,
así mis pies descienden la cuesta del olvido,
fatigados de tanto andar sin encontrarte.
Luego, de vuelta a casa, enciendo un cigarrillo,
ordeno mis papeles, resuelvo un crucigrama;
me enfado con las sombras que pueblan los pasillos
y me abrazo a la ausencia que dejas en mi cama.

Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse, soy
esa absurda epidemia que sufren las aceras,
si quieres encontrarme, ya sabes dónde estoy.
Vivo en el númeor siete, calle Melancolía.
Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría.
Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía
y en la escalera me siento a silvar mi melodía.


Joaquín Sabina.

martes, 28 de enero de 2014

León de noche.

Vuelve la cara, Ludwig Van Beethoven,
dime qué ven, qué viento entra en tus ojos,
Ludwig; qué sombras van o vienen, Van
Beethoven; qué viento vano, incógnito,
barre la nada... Dime
qué escichas, qué chascado mar
roe la ruina de tu oído sordo;
vuelve, vuelve la cara, Ludwig, gira
la máscara de polvo,
dime qué luces
ungen tu sueño de cenizas húmedas;
vuelve la cara, capitán del fondo
de la muerte: tú, Ludwig Van Beethoven,
león de noche, capitel sonoro.

Blas de Otero

Tú, yo un simple camino

Las nubes sostienen el azul cielo
donde tú y yo nos encontrábamos
entre las hadas y rayos volando
callándonos entre suspiros, besos
de estas nuestras mañanas.

Entre rocas sostuvimos el velo
de un amor perdido de la mano
y mas juntos seguimos escalando
alejando nuestros pies del miedo
en las duras montañas.

Lloramos entre los mustios anhelos
las hojas caídas, los árboles altos,
que el viento tiraba con su canto
y aun siempre superamos los celos
que nos apagaban.

Atardeció, y tocamos el suelo
en la pradera sus flores tumbados
escuchando de los otros el llanto
y, a veces, riéndonos por momentos
de las suyas miradas.

Llegamos al abismo de recuerdos
la noche ya nos cubrió con su manto
dormimos para no levantarnos
en memoria todos los sentimientos
que nos enamoraban.


El canto del bosque

                       
I-La casa en el bosque
El frío piano sonaba en la noche, y agitaba el aire. Los árboles entusiasmados bailaban al compás de unas notas suaves. Cerca, alguien cantaba, muy cerca. Pero no había nadie, tan solo el pianista refugiado en la soledad de su casa de piedra.
            Cerca de la chimenea, los tintineantes pasos de un gato acompañaban la música. La sala únicamente iluminada por la chimenea, aparecía con un aspecto trágico. La melodía removía el bosque que rodeaba el lugar, y hasta los animales se acercaban a escuchar. Unas manos suaves, delicadas de ébano rozaban cada tecla con gracia, como si no hubiese otra cosa en el mundo.
            Silencio. Esos ojos marrones se abren y se alejan del piano, despacio. Las horas pasan a ser minutos, y los minutos segundos cuando esa mujer, se mueve y se acerca hasta la puerta de su habitación donde tras la luz que entra por la ventana se duerme poco a poco en su cama. Las sábanas de lino blanco acarician su fino cuerpo mientras que su mente viaja a un mundo, quizás no mejor pero no por ello peor.
            El pardo gato se sube a la cama cuando ella, ya duerme y la observa. La acaricia su cara, para después acurrucarse a su cuerpo y dormir junto a ella mientras que un brazo inconsciente lo abraza.
            Entonces despierta. Aún es de noche pero han pasado varias horas. Deja a su gata durmiendo en su cama se viste con algo sencillo, unas botas un pantalón vaquero y una camisa azul. Antes de salir, coge su pluma y su libro en blanco, y abandona su casa con paso firme.
            El ambiente es frío, y la luz prácticamente nula, pero aún así no tiene miedo, se siente segura y aunque camina sin rumbo, cualquiera diría que sabe dónde va. No tropieza, ni ve más que los ojos de criaturas extrañas que la observan mudas.
            Apoya su mano en el costado de un rugoso árbol, un sauce. Se sienta bajo su sombra y comienza a escribir, pero no ve lo que escribe, ya que está demasiado oscuro y la luz de la luna no penetra por las espesas ramas.
            Algo le toca el hombro, pero no se inquieta. No pesa mucho, pero aún así siente como sus patas se apoyan sin hacerle daño.
-¿Qué haces tan sola aquí?
El pequeño gorrión la habló. Sus colores rojos no parecían muy naturales, y se distinguían perfectamente en la noche, cada matiz de este pequeño ser que la miraba fijamente.
-¿No me contestas?
II- El batir de unas alas
-No puedo contestarte.
-¿Por qué?
-Porque no lo sé.
El pájaro se poso en una rama cercana, donde aún era visible. Una sonrisa parecía dibujársele en el rostro, mas no era posible.
-Yo te diré porque estás aquí. Estas buscándote a ti misma, en este inmenso bosque. Te he oído tocar, yo y todo el bosque, y todos hemos llorado con cada nota.
- Desde mi casa, pude oír levemente que alguien cantaba una melodía, erais vosotros.
-Ninguno de los animales de este bosque cantó. Nadie reconoció esa voz.
La joven mujer acarició su castaño cabello y observó como el pájaro se alejaba volando mientras que ella, se sentía inquieta por primera vez. El sonido del batir de las alas del gorrión aún duro largo rato hasta que se apagó silenciosamente.
III-La manzana más inteligente del bosque
            El bosque estaba revuelto. El viento agitaba las hojas secas caídas mientras que bajo sus pies crujían suavemente. Cerca, un manzano sostenía las que parecían ser las frutas más maravillosas de la tierra.
            De repente recordó el hambre que tenía así que sus pasos la acercaron hasta aquellas dulces manzanas. Una vez allí una cayó sobre su libro abierto y mientras escribía con la mano izquierda, su mano derecha le dedicó unos momentos a rozar la piel de la manzana para luego llevársela a los labios.
-Deliciosa ¿verdad?
-Así es.
            Del árbol se suspendía una serpiente, hermosa como pocas, con un color verde intenso y matices negros en el costado de su largo lomo.
-Ciertamente es la mejor fruta que vas a probar.
-¿Qué es lo que quieres?
-Solo decirte que el pájaro te mintió, que no te fíes de todos los animales de este lugar.
-Por qué entonces fiarme de ti.
-No tengo motivos para mentirte. De mi árbol muerdes la fruta más bella que yo jamás podré probar. Te he dado lo mejor de mí, y ahora te transmito lo que se algo que ese pájaro no hizo.
-Escucharé lo que tengas que decirme.
La serpiente descendió del árbol, y se arrastró por el suelo hasta sus pies. Allí se irguió alcanzando casi la altura de la joven.
-Eres lista, pero inocente. Aun conociendo la mala fama que tengo, comes de mi fruta y escuchas mis palabras. Debes tener más cuidado, porque a veces lo que parece bueno quema, y lo malo cura heridas. Bien esto es lo que sé. No te fíes de los seres que vuelan, son mentirosos. Aquellos que nos arrastramos por la tierra no mentimos, pero no decimos toda la verdad. Los animales acuáticos son los menos inteligentes aunque esconden los mayores secretos bajo sus aguas y los que andan sobre cuatro patas, nobles pero orgullosos, tampoco te fíes de ellos.
            Tras esto siseando la serpiente desapareció en las sombras dibujando unas últimas palabras en el aire.
-Recuerda que yo no te lo he dicho todo, aunque todo se, pero hay cosas que es mejor no saber. A pesar de todo quieres saber más acude al lago hacia el oeste orientado.
IV- Lo que esconden las aguas
La luz comenzaba a filtrarse entre los árboles cada vez menos espesos según se acercaba al lago. La pluma en su mano izquierda y el libro abierto en la otra mientras caminaba.
La serpiente no le había hablado de quien era la voz que sonaba todavía en su mente y el pájaro no había oído. Aunque supuestamente, el pájaro la había mentido y sabía quién era el que cantaba.
Llegó al lago donde la luna estaba reflejada. Se acercó para beber cuando le pareció que el reflejo de algo desde el fondo brillaba intensamente. Tropezó y cayó al agua donde se sumergió inconscientemente hasta el fondo. Y allí aquello que brillaba no era más que una perla, la perla más bella que jamás vio.
Decidió recogerla y subió a la superficie.
-¿por qué te llevas mi único tesoro?
            Una ninfa, el ser más bello de cuantos se ocultan bajo las cristalinas aguas emergió hasta la superficie. Sus ojos azules se clavaron desde la distancia en ella.
-Lo siento, no sabía que fuera tuyo. Me caí y lo encontré en el fondo no era mi intención robarlo.
-Está bien, devuélvelo y te perdonaré esa osadía.
-Antes contéstame a unas preguntas, ¿Sabes quién cantaba la melodía de mi piano?
-Está bien, pero acepto solo porque tu música alimenta mi alma y la de mis peces, que en el fondo descansan inconscientes. Desde mi lago no pude ver, tan solo oír. Por tanto no vi el rostro de aquella mujer.
-¡Así que era una mujer!
-Me sorprende que no supieras eso, pero sí así es. Ahora toma, no olvides tu pluma y tú libro que se te habían caído, y devuélveme mi perla.
Y así lo hizo. Al contacto con sus húmedos dedos la sílfide se evaporó dejándola sola con sus pertenencias, que volvían a estar secas y para nada estropeadas.
V- El rey del bosque.
            Una mujer… la que cantaba era otra mujer.
            Con esa idea abandonó el lago caminando sin rumbo cierto hacia la zona más profunda del bosque. Se sentó en un claro iluminado por las estrellas y abrió su libro. Sin saber cuánto tiempo pasó estuvo allí tumbada, a solas con su pluma. Cuando el sonido del galopar le sobresaltó, y una voz profunda y grave la llamó desde cerca.
-Estás sobre mi lecho.
-Perdona no lo sabía.
            El más orgulloso de los animales, el ciervo con la cornamenta de plata estaba junto a ella, imponente y sus cuernos prácticamente alcanzaban la altura de la cabeza de ella.
-Márchate antes de que me sobresalte.
-Espera, ¿Puedo preguntarte algo?
-Tus canciones hacen que pueda dormir por la noche, pero sigues siendo un ser inferior. Tienes mi respeto por ello, pero nada más. Márchate.
-La serpiente ya me dijo que no me fiase de ti.
-La serpiente, envidia a todos los seres de este bosque por estar condenada a arrastrarse mientras que nosotros corremos por donde queremos.
-Tal vez sea cierto, pero vosotros envidiáis su inteligencia, por eso la repudiáis y no la habéis aceptado, igual que a mí no me aceptáis.
-¿De verdad te crees más inteligente que nosotros? Que equivocada estás. Los humanos sois unos prepotentes, siempre considerándoos mejores que nosotros pero no es así.
-Si fueras tan listo, me dirías quien era la mujer que cantaba.
-Tú deberías saberlo mejor que nadie. Quizás debas volver a tu casa, necesito de tus notas para dormir.
VI- Las cosas que no se de mí.
            Y las notas sonaron, y el sonido venía desde cerca. El ciervo me miró y asintió con la cabeza. Recogí lo que estaba escribiendo y me apresuré a llegar rápidamente a mi casa.
            En la distancia desde el lago la ninfa escuchaba en silencio mientras sus peces dormían, los pájaros se acercaban a escuchar y el ciervo cerraba los ojos. La serpiente miraba a la luna, como ausente.
            Abrió la puerta de la casa y se apresuró a subir las escaleras cuando desde fuera, muy cerca escucho la misma voz, y volvió a salir. La siguió en la noche, hasta que se topo con aquella muchacha que cantaba de espaldas. Se acercó y apoyo la mano en su hombro.
            Era ella. Como mirarse en un espejo se encontró observando sus propios ojos sus propios labios, que eran los que cantaban.
-¿Cómo es posible?
            No podía entenderlo, desde la ventana la música del piano seguía sonando pero ella ya no cantaba. La chica idéntica a ella habló:
-Lo entiendes ya. Llevas buscando un canto que no era más que tu propio canto. Te buscabas a ti misma, en la noche, y ahora que te encuentras, quizás, no puedas aceptarlo.
-¿quién toca el piano ahora?
-Esa es la única pregunta que tienes, después de encontrarte contigo misma, que curioso. Quizás deberías comprobarlo tú misma.
            Aquella mujer, se alejó en la noche dejándola de nuevo sola por lo que inquieta subió en busca de las respuestas que le faltaban.
VII- El piano
            Ahora sí subió las escaleras corriendo, y llegó al piano. La música no se detenía, y de hecho era la misma melodía que ella tocó horas antes.
            Desde la puerta de aquella sala iluminada por la chimenea puedo observar su piano. Allí, en la soledad de aquel cuarto, no había nadie. Tan solo la música y ella. Cada nota, era una parte de ella, incosciente y se sintió llena. Alguien volvía a cantar, ella cantaba y sonaba feliz, tan feliz que todos los animales volvían a dormir.
            En su cama ajeno a todo, su gato seguía durmiendo y decidió acostarse de nuevo.
            El sol salía por las colinas. Los primeros rayos de sol acariciaron su rostro. Mas sus ojos no se le abrieron, dormía plácidamente para siempre. De su mano colgaba el libro que el gato pardo recogió, y de un grácil salto salió por la ventana, se subió a un árbol y lo dejó caer sobre unas manos de ébano.
            El gato desapareció y los pies de aquella persona se orientaron hacia el horizonte, mientras colgada de su brazo una serpiente la acompañaba.

            Su canto hacía florecer hasta el último rincón.

La hoja seca

Ayer iba caminando solo por el monte, y vi la primera hoja seca caer sobre el otoño.  Cayó lentamente sobre un lecho de hierba verde y pensé, ya llegó, llegó una nueva estación y con ella dejamos otra atrás.
Puede ser que para muchos no signifique nada, la simple caída de una hoja, pero para mí lo fue todo. Me di cuenta de todo el tiempo perdido, como jamás volvería, porque al igual que esa hoja caduca ya no volvería al árbol, yo tampoco lo haría. Vale, sí, es cierto que el árbol volverá a teñirse de verde de nuevo, pero nunca con la misma hoja.
Y así dibujé mi vida. Un cúmulo de desgracias, donde el tiempo era el principal culpable de las mismas. De repente, con un cuerpo joven sentí un alma vieja medio dormida en mi interior, y pocas ganas de vivir. Te eche de menos, a ti, a ellos, pero sobre todo me eche de menos a mí mismo, a mis sueños. El tiempo no perdona un error, porque las heridas nunca se cierran del todo, siempre quedará una cicatriz que nos acompañe y recuerde donde nos equivocamos al pisar, donde tropezamos.
Cuanto tiempo pasó, en lo que me sentaba junto a la hoja caída del bosque y me desangraba por dentro, mientras que por fuera sonreía, no lo sé. Mejor no saberlo ya que en el fondo, de nuevo volvía a ser tiempo perdido. Y me dejé morir, sin futuro, con un presente ausente y un pasado oscuro. No quise ver más, no quise sentir más. Preferí caer, caer otra vez pero esta vez para no levantarme pues, ¿Para qué?

Solo para volver a caer, y en tanto cayó la última hoja del árbol. Y un susurro de una voz que me llamaba, un tic tac que el sonido acompasaba, un viento gris y, finalmente,  una mano fría.

sábado, 25 de enero de 2014

NO PERDAMOS EL TIEMPO;Gloria Fuertes



Si el mar es infinito y tiene redes,
si su música sale de la ola,
si el alba es roja y el ocaso verde,
si la selva es lujuria y la luna caricia,
si la rosa se abre y perfuma la casa,
si la niña se ríe y perfuma la vida,
si el amor va y me besa y me deja temblando...
¿Qué importancia tiene todo eso,
mientras haya en mi barrio una mesa sin patas,
un niño sin zapatos o un contable tosiendo,
un banquete de cáscaras,
un concierto de perros,
una ópera de sarna?
Debemos inquietarnos por curar las simientes,
por vendar corazones y escribir el poema
que a todos nos contagie.
Y crear esa frase que abrace todo el mundo;
los poetas debiéramos arrancar las espadas,
inventar más colores y escribir padrenuestros.
Ir dejando las risas en la boca del túnel
y no decir lo íntimo, sino cantar al corro;
no cantar a la luna, no cantar a la novia,
no escribir unas décimas, no fabricar sonetos.
Debemos, pues sabemos, gritar al poderoso,
gritar eso que digo, que hay bastantes viviendo
debajo de las latas con lo puesto y aullando
y madres que a sus hijos no peinan a diario,
y padres que madrugan y no van al teatro.
Adornar al humilde poniéndole en el hombro nuestro verso;
cantar al que no canta y ayudarle es lo sano.
Asediar usureros y con rara paciencia convencerles sin asco.
Trillar en la labranza,bajar a alguna mina;
ser buzo una semana, visitar los asilos,
las cárceles, las ruinas; jugar con los párvulos,
danzar en las leproserías.
Poetas, no perdamos el tiempo, trabajemos,
que al corazón le llega poca sangre.

jueves, 23 de enero de 2014

El fin de una espera eterna.




Los dos nos metimos en nuestras camas. La diferencia es que él durmió y yo pasé la noche en vela. En el silencio de la noche, oía su respiración, tranquila, y me pregunté si en sueños nos alejamos de la realidad tanto como parece. A ese viejo le había pasado de todo, y sin embargo dormía como si todo hubiese sido un mal sueño, como si hubiese despertado y todos sus seres queridos estuvieran ahora con él. Tal vez soñar es el único modo de juntarse con ellos, porque recordarlos en la vida real es muy duro, como una tortura continua, y duele. Pero los sueños son más etéreos, más ligeros y los sentimientos no están a flor de piel. Ojala yo pudiese concebir el sueño. Pensé de nuevo en la cajita que ella me regaló. Esa melodía ya la conocía, era la vie en rose. Qué ironía. La vida no es de color de rosa, el amor perfecto siempre acaba saliendo mal, y por desgracia lo nuestro era un amor perfecto. Miré por la ventana. Un manto aterciopelado de agua empañaba mi vista desde la ventana, y algo desfiguradas las farolas irradiaban la escasa luz que me permitía ver la acera lo suficientemente iluminada. Aunque era de noche y estaba lloviendo, la gente se paseaba por la calle como si nada, hombres y mujeres que se cruzaban, que no se conocían y sin embargo se observaban. ¿Qué vida tendría toda esa gente? ¿Sería como la mía? Un hombre pasó por debajo de mi ventana y se paró apoyándose en la farola. Tenía pinta de llamarse Harold. Por el rostro triste que llevaba, imaginé que estaba esperando a alguien que no llegaría nunca. Llevaba un sombrero gris y una zamarra verde caqui. Una bufanda tapaba parte de su cara, pero los ojos, que son el espejo del alma, asomaban por encima de ésta y la lluvia se encargaba de disimular sus lágrimas. Sin duda, esa persona no iba a llegar y Harold lo sabía. Se cubrió el rostro con las manos, y convencido de que nadie lo veía, comenzó a llorar en silencio. Miraba al cielo a veces como pidiendo una respuesta, como esperando a que alguien le dijese el motivo de su desdicha. Gesto que hizo en vano, pues si algo tenemos claro los hombres es que los dioses nunca están cuando se les necesita. Harold se dejó caer de rodillas al suelo y allí sus sentimientos se desbocaron. Gritó al cielo por su desamor, descargando su ira contra el altísimo y después le dio unos cuantos puñetazos a la farola. Ese pobre hombre estaba abatido, y yo mejor que nadie sé lo que es perder al amor de tu vida, de una manera o de otra. Harold se levantó del suelo empapado, y sin mediar palabra alguna, se alejó en la noche, como una sombra, una fantasma, pues vivo no se sentía. Se había dejado el sombrero en el suelo. Me puse las zapatillas y bajé con la cazadora en la cabeza, para no mojarme. Cogí el gorro y miré la etiqueta. Orson. Se llamaba Orson.

Maialen Esteban Florentino, En la falda del Kilimanjaro.