La música
estaba en el bosque. Era el bosque. Crecía por los troncos y se deslizaba por
las húmedas hojas, saltaba por el riachuelo, entonaba junto a los pájaros;
Golpeaba con el paso de las liebres, era el chillido agudo de todos los roedores, la lúgubre y desesperada
llamada del búho.
El bosque era una orquesta. Y en
medio de aquel auditorio estaba sentado un muchacho. En un claro, en un tronco,
una sola persona.
El chico era pálido, con el pelo
castaño como los robles y los ojos del extraño azul del ocaso. Estaba en
silencio, escuchando, aprendiendo, rodeado de un aura de ancestral sabiduría,
de fortísima fragilidad.
Percibía…
Podía percibir la música del bosque,
lo agitaba, despertaba sus emociones, lo hacía sentirse diferente. Diferente y
único. Diferente y solo. Pero percibía eso y algo más. Algo como la belleza de
la luz reflejada en el hielo, algo como una letanía en la oscuridad de un
monasterio.
"No estás
solo”-decía la luminosa y tenue voz- “No estás solo, aunque te empeñes en
creerlo, hay mas antorchas, no te encierres, no te congeles. Debes
encontrarles, compartir tu llama, crear una hoguera. Resiste, un día más, un
paso más, haz que tu fuego no desfallezca. Porque la oscuridad se acerca y
harán falta los que pueden ver la luz…"
Porque la
oscuridad se acerca y harán falta los que pueden ver la luz.
El muchacho
miró al cielo, las estrellas le sonreían. Se había hecho de noche. Se levanto y
emprendió camino, guardado por el poder de la Luna. Merecía la pena seguir un
día más, un paso más, una noche más.
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