Hoy hace un día precioso. Las nubes se mueven perezosas, y
crean formas personalizadas al ojo del espectador. Hoy hace un día precioso.
La ciudad está tranquila. Los zapatos de los peatones
golpean el suelo como si bailaran, el viento susurra entre los rizos de alguna
mujer haciendo que se ría, y el frío de su esencia hace que su nariz se vuelva
roja, como la de un payaso… y ella se ríe.
Las bocinas de los coches no se quedan atrás. De vez en
cuando y algo desacompasadas discuten sus entradas, y el semáforo les marca el
tempo. Los árboles inclinan sus ramas con el viento, y bailan al compás. Realmente
es un día precioso.
Y entre ese tempo pagano y salvaje, entre las percusiones
que marcan su ritmo sintiéndose solistas, entre las presuntuosas bocinas que
intentan hacerse notar… entre todo ese sonido, un mendigo con las uñas sucias,
olor a tequila y sentado sobre un cartón, ha sacado su oboe de una bolsa mugrienta
y toca un Ave María. Su sonido envuelve las calles como el olor a guiso cuando
se tiene hambre, y los que pasan por allí se dejan guiar por su apetito
musical, un apetito que está fuera de toda explicación científica y toda regla
social. Se llama felicidad.
Hoy hace un día precioso, el sol calienta los huesos de
aquellos que lo ven todo negro, de los que no ven más allá que la pantalla de
un ordenador, de los que alguna vez se quejaron hasta del sol. El sol calienta
los huesos de todos por igual, hasta los de aquellos que no necesitan del sol para
sonreír.
Hoy es un día épico, la mejor orquesta del mundo se ha
reunido para los que paseamos sin rumbo, y ha hecho que nos quitemos los
auriculares para dejar de escuchar a Chopin y prestar atención al Nocturno de
la naturaleza. Un Nocturno en vías de extinción.
Maialen
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