En el cuento las parejas también se querían. De vez en cuando, cada
participante se desprendía de uno de sus secretos mejor guardados y daba un te quiero. Era entonces cuando los
protagonistas se dividían en dos grupos desproporcionados y todos jugaban al
juego de los espejos ovalados.
El primer grupo de parejas, el normal por mayoría, siempre creía ganar.
Uno de los dos participantes de la pareja da el primer te quiero, expresión de amor sincera y sin contaminar que no tarda
en convertirse en balón que revota. Aquí empieza el juego; tras el primer te quiero el segundo participante creará
el reflejo deformado de lo que al principio era una expresión pura y
trasparente; dirá: yo más. Caen en la
red infinita de los espejos que deforman y los reflejos empiezan a jugar con la
idea original. La golpean, la transforman y acaba convirtiéndose en la más
empalagosa y horrible expresión de amor existente. Y, sin embargo, ganan. Son
mayoría.
Nosotros, eterna minoría, somos el segundo grupo, el de los perdedores
que saben que están ganando. También aquí hay un primer te quiero y también una primera deformación del mismo. También es
correspondido con el te quiero ajeno.
Pero escapamos de la red, por cabezonería torcemos los espejos y el reflejo de
la idea huye por los recovecos del infinito. Sabemos que la idea ha existido,
la hemos disfrutado antes de que se estropeara, en su plenitud. Somos capaces
de atraparla y de guardarla recelosos, de mimarla sin llegar a deformarla. La
idea existe, aún pura, y hace que todo te
quiero por venir sea igual de fiel que el primer secreto liberado.
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