Si a la medianoche escuchas que las estrellas susurran tu nombre estas en la compañia

Princeps Atramenti

jueves, 23 de enero de 2014

El fin de una espera eterna.




Los dos nos metimos en nuestras camas. La diferencia es que él durmió y yo pasé la noche en vela. En el silencio de la noche, oía su respiración, tranquila, y me pregunté si en sueños nos alejamos de la realidad tanto como parece. A ese viejo le había pasado de todo, y sin embargo dormía como si todo hubiese sido un mal sueño, como si hubiese despertado y todos sus seres queridos estuvieran ahora con él. Tal vez soñar es el único modo de juntarse con ellos, porque recordarlos en la vida real es muy duro, como una tortura continua, y duele. Pero los sueños son más etéreos, más ligeros y los sentimientos no están a flor de piel. Ojala yo pudiese concebir el sueño. Pensé de nuevo en la cajita que ella me regaló. Esa melodía ya la conocía, era la vie en rose. Qué ironía. La vida no es de color de rosa, el amor perfecto siempre acaba saliendo mal, y por desgracia lo nuestro era un amor perfecto. Miré por la ventana. Un manto aterciopelado de agua empañaba mi vista desde la ventana, y algo desfiguradas las farolas irradiaban la escasa luz que me permitía ver la acera lo suficientemente iluminada. Aunque era de noche y estaba lloviendo, la gente se paseaba por la calle como si nada, hombres y mujeres que se cruzaban, que no se conocían y sin embargo se observaban. ¿Qué vida tendría toda esa gente? ¿Sería como la mía? Un hombre pasó por debajo de mi ventana y se paró apoyándose en la farola. Tenía pinta de llamarse Harold. Por el rostro triste que llevaba, imaginé que estaba esperando a alguien que no llegaría nunca. Llevaba un sombrero gris y una zamarra verde caqui. Una bufanda tapaba parte de su cara, pero los ojos, que son el espejo del alma, asomaban por encima de ésta y la lluvia se encargaba de disimular sus lágrimas. Sin duda, esa persona no iba a llegar y Harold lo sabía. Se cubrió el rostro con las manos, y convencido de que nadie lo veía, comenzó a llorar en silencio. Miraba al cielo a veces como pidiendo una respuesta, como esperando a que alguien le dijese el motivo de su desdicha. Gesto que hizo en vano, pues si algo tenemos claro los hombres es que los dioses nunca están cuando se les necesita. Harold se dejó caer de rodillas al suelo y allí sus sentimientos se desbocaron. Gritó al cielo por su desamor, descargando su ira contra el altísimo y después le dio unos cuantos puñetazos a la farola. Ese pobre hombre estaba abatido, y yo mejor que nadie sé lo que es perder al amor de tu vida, de una manera o de otra. Harold se levantó del suelo empapado, y sin mediar palabra alguna, se alejó en la noche, como una sombra, una fantasma, pues vivo no se sentía. Se había dejado el sombrero en el suelo. Me puse las zapatillas y bajé con la cazadora en la cabeza, para no mojarme. Cogí el gorro y miré la etiqueta. Orson. Se llamaba Orson.

Maialen Esteban Florentino, En la falda del Kilimanjaro.

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